Historias de Bucarest

lunes, 23 de abril de 2007

Restaurant Sandy Club srl



(Para L)

Es una agradable tarde de lectura, pero la explosión de la primavera afuera obliga a bajar a la calle. Camino por C.A. Rossetti, todavía sin sus putas, y sigo hasta Maria Rossetti. Es el Bucarest eliadiano que tanto le gusta a Garrigós, con las viejas villas decadentes, de un amarillo mate anaranjado, los jardines bordes y los perros adormecidos tras las vallas. Aquí leían y debatían, bebían paseaban reñían y follaban los jóvenes bárbaros de la novela de Eliade. No conozco nada cuando paso de Maria Rossetti. Tengo tiempo y la única preocupación es elegir la calle. Sin saber cómo llego hasta Piatsa Muncii, y de ahí al Estadio Nacional. Está lleno de magníficas terrazas, simples, rudimentarias. El sol está cayendo. Emprendo el bulevar de Besarabia, con gran tráfico de patinadores, algunas hermosísimas. Una pareja llama a su hija, que se ha escapado con la bicicleta. Corina, Corina! Y yo me doy la vuelta estúpidamente, como si el nombre tuviera algo que ver conmigo. Más adelante un mercado de fruta y al fondo Pantelimón. Es de noche y me he cansado de caminar. El tranvía 14 va al centro, me dicen. Me subo en la parada del bulevar de Chisinau, y después de cinco estaciones me doy cuenta de que he errado la dirección. Bajo, dispuesto a buscar el trolebús que me lleve a Universitate. Oigo una música mientras camino hacia la estación. Viene de un palacete en la esquina entre Traian y Hagiului. Es un restaurante en un coqueto palacete recién pintado, con una terraza cercada por una verja roja. Cenaré aquí.

La terraza está vacía y me siento fuera. Mientras espero la sopa sale del local un gitano vestido de traje, camisa morada y zapatos brillantes, de escasa estatura y el aire chulesco de un torero retirado. Se pasea entre las mesas y se para con las manos en los bolsillos mirando a los pocos transeúntes. Tiene una expresión severa, de gran concentración. Me siento extrañamente vigilado. O está muy atento a mis movimientos o totalmente extasiado por la música. El camarero - de nombre Marian - sale, me sirve y se sienta conmigo. Habla de política rumana, de la indignidad de los parlamentarios y de la valía del presidente Basescu. Ha vivido en Francia, Bélgica, Alemania, Austria e Israel. Le pregunto si habla el hebreo. Sí, claro. No es difícil, explica, aunque escribirlo es otra cosa. Y señalando a un autobús que pasa por delante: estás sentado en una pizzería y buuuum. Lo peor de Israel son los atentados, el miedo continuo. Es cantante de música tradicional gitana, y actuaba con su mujer en restaurantes rumanos de esos países. Ahora sigue cantando en el restaurante, en bodas y bautizos y puntualmente para los amigos.

Me intereso por la música y saca del bolsillo un pequeño mando a distancia. Sube el volumen apuntando al edificio, y enseguida vuelve a aparecer el hombre misterioso de antes. Se sienta en una mesa contigua, con la mirada fija en el horizonte, simulando no escuchar nuestra conversación. Las canciones son espléndidas, sensuales, gitanísimas, y al mismo tiempo de una elegancia burguesa. Tienen un toque jazzístico, dice Marian, y yo veo en ellas la modernidad del bandeonista Piazzolla. He terminado mi cerveza y pido otra. Están invitados Marian y el hombre del traje. Marian dice que no puede beber, que acaba de ir al dentista. El hombre del traje me mira directamente por primera vez y acepta la invitación. Cuando llega la cerveza se suma a la conversación, casi la monopoliza. Brindamos casi a cada trago, alaba mi rumano y mi actitud amistosa y tranquila - con 22 años y en un país extranjero, remarca varias veces - y se descubre como el timbalista de la orquesta de Marian y señora - Sanda. También él ha recorrido mundo actuando en restaurantes de lujo: Viena, Berlín, París. A los dos les gustaría llegar a España. Quizá este verano, dice Marian, pero acabamos de abrir este restaurante y de momento no funciona.

Seguimos hablando unos minutos, y llega Sanda. Se presenta y me pide con cariño maternal que vuelva por aquí. Me hará sarmale y cantarán. Seguro, seguro. Ahora está también Ludovic, el hijo del timbalista. Ha aparcado su taxi en la otra acera y se toma una fanta de naranja. Habla un poco de música pero pronto debe irse: un cliente le espera en otra parte de la ciudad. Pasan de las doce y me despido yo también. Nos volveremos a ver, claro. Subo a un taxi: a la esquina de Magheru con C.A. Rossetti. Están ya las putas, y el taxista bromea, seguro de qué busca en esa esquina el extranjero perdido. No ha cerrado la puerta del taxi y ya tiene a dos esperando.

1 comentarios:

Blogger jorgemuina ha dicho...

me sumo tarde a tus lectores... no esperes críticas, para eso tenemos a bar torino.
Felicidades chico, por descubrir ese otro bucarest...

24 de abril de 2007, 5:54  

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